Quien haya leído Open, la monumental obra maestra sobre la vida e ingente obra de André Agassi, escrita por el Pulitzer J. R. Moehringer, habrá leído con todas las precauciones la entrevista a Women’s Health en la que Garbiñe Muguruza, exnúmero uno del tenis mundial, anuncia que no tiene la menor gana de jugar al tenis, que está disfrutando de su familia y de su tiempo libre, y que cuando vuelva a tener la necesidad de coger la raqueta de nuevo, lo hará.
“Hoy en día el tenis no ocupa ningún lugar en mi rutina ni en mi mente”, es la declaración más impactante de Muguruza. Hay algo más en la pieza, una información relevante: se fue con siete años a Barcelona a consagrar su vida al tenis, y hoy tiene 30. A menudo, el espectador de estas carreras prodigiosas se queda deslumbrado con los años en la élite de los deportistas, sus años de fama; detrás se queda una infancia y una adolescencia (si llegan a tenerla: cada vez más el niño deja de serlo para convertirse en profesional) dentro de una pista, de una cancha, de un campo de fútbol, de una pista de atletismo, de un gimnasio. No se es número uno de algo, lo que sea, sólo con esfuerzo, disciplina y talento; también se es por todo lo que estás dispuesto a sacrificar.
Todo ello tiene relación directa con la felicidad, una de esas palabras tan grandes que se dirían prohibidas. El equilibrio precario de quien gana dinero con la condición de no tener tiempo para gastarlo. Hay quien encuentra esa felicidad en la competición, hay quien se ha resignado a encontrarla en ese modo de vida y llega a disfrutarla, hay quien la vive con pasión cada hora de sus días en la élite. También hay quien no la encuentra y le da igual, ya aparecerá cuando termine su trabajo de elegido. Hay quien sufre cada día y aguanta porque eso también es el éxito, resistir hasta que caigan los demás. Y otros, simplemente, meten la raqueta en la bolsa y se van a comer un helado.
Es extraordinariamente raro porque en este sistema nuestro quien renuncia al dinero y la gloria es digno de una mirada exótica. Pese a que, como Muguruza, eso ya se haya conseguido. ¿Adultera la competición alguien a quien le dé igual perder o ganar?
Lo más curioso del desplome en el ránking de Muguruza, apartada voluntariamente, es que su entrevista es una entrevista feliz. No se trata de alguien atormentado ni ansioso porque el tenis vuelva a meterse en su cabeza, ni alguien perdido en la vida que ha perdido de repente su razón de ser, ni alguien triste y confundido porque las cosas no le salen y ha decidido alejarse un poco para ver si con la distancia empìezan a funcionar de nuevo. Se trata, precisamente, de algo que tiene que ver con ese verbo: funcionar.
Lo que ha decidido la exnúmero uno del tenis español es funcionar de otra manera, una de las más lujosas que existen: como le dé la gana. Lo que se infiere de la entrevista (baila zumba, juega al pádel, da paseos, acude a eventos y practica boxeo) es que se despierta cada mañana sin ninguna obligación, aunque esa obligación sea ser la campeona de algo (o precisamente por serlo), y por tanto vive sin presión. Y quien haya leído Open, volvamos al principio, sabrá por la tortuosa infancia y vida de Agassi, una leyenda, que el precio a pagar por serlo muchas veces, muchos años, a mucha gente, no le compensa.
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